LECTIO DIVINA – CICLO C – TIEMPO ORDINARIO DOMINGO XXX

Lectura del libro del Eclesiástico. 35,15b-17.20-22a.

Lectio: composición gráfica utilizando los motivos principales de la vidriera de la parroquia de la Natividad de Nuestra Señora en Moratalaz, Madrid El Señor es un Dios justo que no puede ser parcial; no es parcial contra el pobre, escucha las súplicas del oprimido; no desoye los gritos del huérfano o de la viuda cuando repite su queja; sus penas consiguen su favor y su grito alcanza las nubes; los gritos del pobre atraviesan las nubes y hasta alcanzar a Dios no descansa; no ceja hasta que Dios le atiende, y el juez justo le hace justicia.

Salmo 33.

R./ Si el afligido invoca al Señor, él lo escucha.

Bendigo al Señor en todo momento,
su alabanza está siempre en mi boca,
mi alma se gloria en el Señor;
que los humildes lo escuchen y se alegren. R./

El Señor se enfrenta con los malhechores
para borrar de la tierra su memoria.
Cuando uno grita, el Señor lo escucha
y lo libra de sus angustias. R./

El Señor está cerca de los atribulados,
salva a los abatidos.
El Señor redime a sus siervos,
no será castigado quien se acoge a él. R./

Segunda carta del apóstol San Pablo a Timoteo. 4,6-8.16-18.

Querido hermano: Yo estoy a punto de ser sacrificado y el momento de mi partida es inminente. He combatido bien mi combate, he corrido hasta la meta, he mantenido la fe. Ahora me aguarda la corona merecida, con la que el Señor, juez justo, me premiará en aquel día; y no sólo a mí, sino a todos los que tienen amor a su venida.

La primera vez que me defendí ante el tribunal, todos me abandonaron y nadie me asistió. Que Dios los perdone. Pero el Señor me ayudó y me dio fuerzas para anunciar íntegro el mensaje, de modo que lo oyeran todos los gentiles. El me libró de la boca del león. El Señor seguirá librándome de todo mal, me salvará y me llevará a su reino del cielo. ¡A él la gloria por los siglos de los siglos. Amén!

Lectura del santo Evangelio según San Lucas. 18,9-14.

En aquel tiempo dijo Jesús esta parábola por algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás: –Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era un fariseo; el otro, un publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: ¡Oh Dios!, te doy gracias, porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo.

El publicano, en cambio, se quedó atrás y no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo; sólo se golpeaba el pecho, diciendo: ¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador. Os digo que éste bajó a su casa justificado y aquél no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido.

La oración es el tema conductor de las lecturas de hoy. Los textos coinciden en que el Señor no hace oídos sordos a la oración de los humildes, a quienes le suplican desde la dificultad. En el libro del Eclesiástico, Dios atiende los gritos del pobre, del oprimido, del huérfano o de la viuda. Igual leemos en el salmo: El Señor escucha la oración del humilde, está cerca de los atribulados. Y en el evangelio, Jesús prefiere la sencilla oración del publicano antes que la palabrería orgullosa del fariseo. El Dios que nació en el establo de un pueblo parece entender mejor las palabras que brotan de un corazón humilde.

COMPRENDER EL TEXTO:
Jesús continúa su enseñanza en torno a la oración. Si en el evangelio que leímos el domingo pasado insistía en la necesidad de orar siempre sin desanimarse, en el de hoy, mediante otra parábola, propone la actitud con la que el creyente debe dirigirse a Dios.

El evangelio de hoy tiene interés en responder a una pregunta esencial: de dónde viene la salvación. Para ello utiliza una vez más una parábola, que encontramos enmarcada por un versículo introductorio (v.9) y otro que sirve de conclusión (v.14). En la introducción, además de señalar quienes son los destinatarios de la parábola, se anticipan de algún modo las dos partes de la misma.

A los destinatarios de la parábola no se les identifica por su nombre, sino por compartir determinada actitud. Aparecen representados por la figura del fariseo, del que nos habla la primera parte de la parábola (vv. 10.12). En la segunda parte de la misma (v.13), el protagonista es un publicano que personifica a los despreciados por los primeros. Ambos suben al templo a rezar, pero tanto los lugares que ocupan como el contenido de su oración expresan dos actitudes muy distintas. Nos fijamos primero en el fariseo.

Como ya sabemos, los fariseos eran hombres piadosos, entregados a la búsqueda de la voluntad de Dios para alcanzar la santidad. Pensaban que el cumplimiento minucioso de la ley de Moisés los purificaba de sus pecados y les permitía participar de la santidad de Dios. Para conservar el estado de pureza conseguida, se obligan a mantenerse apartados de los pecadores. De hecho, fariseo significa “separado”. La oración del fariseo contiene primero una acción de gracias por no ser pecador como los demás y, a continuación, un recuento de las obras que realiza: en sus ayunos y diezmos ya hace incluso más de lo exigido por la ley.

El pasaje describe también la oración del publicano. Los publicanos eran cobradores de impuestos para Roma; se les despreciaba por trabajar para el Imperio opresor y, además, se les consideraba poco honrados. El de la parábola no se atreve a acercarse a las primeras filas del recinto sagrado ni a levantar los ojos al cielo. Golpeándose el pecho, se reconoce pecador y pide compasión a Dios. Su actitud es diametralmente opuesta a la del fariseo: mientras que éste se enorgullece ante Dios de ser como es, el publicano reconoce sinceramente su condición de pecador. El primero parece exigir el pago a sus buenas obras; el segundo suplica compasión.

Toda parábola sorprende. A pesar de las connotaciones negativas que tiene en nuestros días la palabra “fariseo”, en tiempos de Jesús éstos eran considerados hombre piadosos. A los ojos de la gente, el fariseo era un hombre justo, y el publicano un despreciable pecador. Pero el versículo final desvela lo que ven los ojos de Dios.

El publicano baja a su casa reconciliado con Dios y el fariseo no, la vida del publicano ha cambiado: el pecador ha obtenido el perdón. Podríamos preguntarnos por qué Dios se comporta de modo tan injusto con un hombre tan justo como el fariseo. La respuesta llega desde una cita del profeta Ezequiel que ya había utilizado anteriormente el evangelista (Lc 14,11): “El que se ensalza será humillado…” (Ez 21,31). Ante Dios no cabe alardear de virtuoso para alcanzar su favor. Él conoce el corazón del ser humano y acoge al pecador arrepentido. Las obras que realiza el fariseo son realmente buenas, pero su actitud no lo es. La salvación no es un pago por las buenas obras realizadas, sino un don gratuito de Dios, que se compadece del hijo pródigo cuando vuelve a la casa del Padre suplicando perdón (Lc 15,11). La fe del publicano le mueve a poner su vida en las manos de Dios; la orgullosa seguridad en sus obras, lleva al fariseo a confiar más en su virtud que en el Dios de la misericordia.

La oración del publicano brota de su condición de pecador arrepentido; la del fariseo, del orgullo por las obras buenas que realiza. La oración del publicano es escuchada; la del fariseo, no. Los discípulos de Jesús, los cristianos de todos los tiempos, somos invitados a orar como aquel publicano, reconociendo humildemente nuestra condición de pecadores y abriéndonos desde la fe a la acción misericordiosa de Dios.

ACTUALIZAMOS:
La oración del publicano, su forma de entrar en la verdad de su vida reconociéndose pecador, su regreso a la casa como una persona nueva…, son propuestos por el evangelista como modelo para los primeros cristianos en su personal relación con Dios. Acogemos esta palabra dirigida a nosotros y meditamos desde su enseñanza sobre nuestra oración y estilo de vida.

  1. El fariseo y el publicano se dirigen a Dios desde actitudes muy distintas:
    ¿Con cuál de estos personajes me identifico más en mi relación con Dios? ¿Por qué?
  2. Subieron al templo a orar”. A la luz del evangelio revisamos una vez más nuestra oración: Cuando rezamos,
    ¿con qué actitud lo hacemos? ¿De qué situaciones de la vida brota nuestra oración? ¿Qué le pedimos a Dios?¿Por qué cosas le damos gracias?
  3. Dios mío, ten compasión de mí? Que soy un pecador”. En un mundo de apariencias, la oración del publicano rebosa sinceridad y autocrítica ante Dios:
    ¿Qué podemos hacer para vivir nosotros esas actitudes?
  4. Bajó a su casa reconciliado”.
    La salvación no se puede comprar, sino que se trata de un don gratuito de Dios, que es compasivo con los pecadores. Meditemos hasta qué punto la misericordia de Dios fundamenta nuestra esperanza.

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